Esa horrible sensación de que todo está saliendo mal. Fuimos los peores en marzo-abril y entonces pusimos la excusa del "no se podía prever". Ahora repetimos en la segunda ola de julio-agosto y no sabemos muy bien qué decir. No funciona el Gobierno central y tampoco parece que los autonómicos estén siendo especialmente diligentes. Ni eludimos la pandemia ni hemos salvado la economía. Ni tenemos buena información, fiable y consistente, ni hay coordinación entre administraciones. En todas las listas, clasificaciones y tablas-resumen sobre la gestión de la pandemia del Covid-19, miramos por defecto a los últimos lugares… y allí está España.
Más allá de reproches políticos (y sí, hay muchos que hacer y muchos (i)responsables a los que señalar), llama la atención que seamos el país que más medidas y más duras ha decretado, y, al mismo tiempo, también seamos los líderes en cifras de contagiados-fallecidos y en colapso económico. Debería ser una cosa o la otra. Eso es lo que nos vendieron: que si nos encerraban en casa o nos obligaban a ir con mascarillas por la calle era para controlar los contagios. ¿Por qué entonces, en otros países mucho más laxos que nosotros, la enfermedad no se ha propagado tanto?
Es cierto que puede haber factores culturales-económicos que jueguen en nuestra contra: desde esas casas en las que conviven tres generaciones a la mayor cantidad de bares-restaurantes (y nuestra propensión a visitarlos). Pero ni siquiera así se entiende la diferencia con Italia, Grecia o Portugal.
Del rojo al verde
Mi sensación es que al menos parte de la explicación hay que buscarla en los mensajes que hemos recibido y en las pautas que hemos seguido durante los últimos meses, de forma casi siempre bienintencionada. Y en los incentivos que nos han empujado en una u otra dirección. Porque sí, también en la lucha contra el coronavirus los incentivos son decisivos. No siempre son incentivos clásicos (un premio, un castigo…), pero eso no quiere decir que no sean efectivos.
Miren el siguiente cuadro del BMJ (en inglés, click para ampliar). Es el resumen de uno de los artículos más citados en las últimas semanas: Two metres or one: what is the evidence for physical distancing in covid-19? Un grupo de investigadores británicos y americanos ha analizado como se transmite el virus y cuáles son los eventos, circunstancias o formas de actuar más y menos peligrosas. Y la primera frase de su informe ya define su punto de vista: "Las distancias de seguridad rígidas son una simplificación basada en ciencia desfasada".
No proponen, ni mucho menos, terminar con la distancia de seguridad o con el uso de las mascarillas, sino adaptar nuestra forma de actuar a las circunstancias. De esta manera, en el cuadro marcan en verde-amarillo-rojo las diferentes situaciones en las que nos podemos encontrar en base a cinco parámetros:
- Uso o no uso de mascarillas
- Espacio al aire libre, espacio cubierto bien ventilado, espacio cubierto mal ventilado
- Interacciones durante un período de tiempo corto o largo
- Alta o baja densidad de ocupación en ese lugar
- Estar en silencio, hablar o cantar-gritar
Mezclando todas las variables les salen 72 situaciones diferentes. Descuiden, no es necesario aprendérselas de memoria. La idea es que sirva más bien como una guía que nos ayude a saber si una situación es más o menos peligrosa. La mayoría de lo que nos dicen ya lo sabíamos: mejor al aire libre o con buena ventilación, no estar demasiado tiempo cerca de otras personas, siempre con mascarilla en lugares cerrados, gritar-cantar es mucho más peligroso que hablar o estar en silencio…
Pero en mi opinión, lo más importante es que nos recuerdan que las reglas muy rígidas pueden engañarnos. Por ejemplo, la distancia de seguridad que se ha impuesto en la mayoría de los países (dos metros) puede ser insuficiente en los lugares mal ventilados, con gritos y en los que permanecemos mucho tiempo juntos. Pensemos en discotecas, fábricas de procesamiento de alimentos o fiestas familiares: todos cumplían los requisitos para estar en la parte roja del cuadro. Y en todos estos eventos se han producido algunos de los rebrotes que ahora nos traen de cabeza.
Todos con mascarilla
Si aplicamos estas reglas al caso español, veremos cómo hemos prohibido o penalizado algunas de esas situaciones verdes. A cambio, hemos tolerado con tranquilidad algunos cuadros rojos (fiestas con numerosos asistentes, ocio en lugares cerrados…) que sólo hemos empezado a cuestionarnos en las últimas semanas. O el uso obligatorio de la mascarilla, una norma en la que España se ha distinguido de sus vecinos: tiene sentido en espacios cerrados (transporte público, oficinas, comercios…) pero no aporta demasiado en la calle (salvo casos extremos de vías muy concurridas en las grandes ciudades).
Sé que aquí este artículo entra en una peligrosa pendiente "Mascarilla SÍ – Mascarilla NO". Y en realidad no es el objetivo. Entre otras cosas porque yo creo que ese tipo de mensajes en blanco y negro son erróneos. Es cierto, yo no obligaría a su uso en la calle salvo en situaciones puntuales por dos motivos: 1. crea una falsa sensación de seguridad; y 2. desincentiva-castiga una de las actividades más seguras: estar en la calle. Pero, a cambio, insistiría una y otra vez en que reforcemos su uso en el interior de los locales, incluida nuestra casa cuando recibimos una visita o en nuestro lugar de trabajo.
La idea más bien es que analicemos las normas no tanto pensando en si son "duras" o fáciles de cumplir-perseguir, sino en si logran su objetivo último. Y teniendo en cuenta algo clave, que estas obligaciones también pueden tener sus costes: por ejemplo, grupos que se habrían reunido en la calle o habrían hecho actividades al aire libre ahora quedan en la vivienda de uno de ellos huyendo de la mascarilla.
Como les decía, no quiero que todo gire en torno al debate de la mascarilla. Y, por supuesto, cualquier medida habría que tomarla midiendo cómo evoluciona la pandemia. ¿Quizás empezar en las provincias-ciudades menos afectadas y ver cómo funciona?
Pero creo que es ineludible que nos preguntemos si las costumbres que se han generalizado en los últimos meses son las más eficaces. Lo explica, mucho mejor que yo, Daoiz Velarde en este magnífico artículo que debería ser lectura obligatoria para todos nuestros políticos este septiembre:
Los ciudadanos se lavan las manos con hidrogel veintisiete veces al día, se saludan con el codo y hasta dejan los zapatos en la puerta de casa. Sin embargo, tras saludarse con el codo, se toman unas cervezas o cenan y ven el fútbol en el salón de casa con las familias y sin mascarillas, con las ventanas cerradas y el aire acondicionado a tope, como si por ser familiares o amigos no pudieran contagiar. También visitan bares y restaurantes sin terraza.
La realidad es que las autoridades nos han bombardeado con mensajes sobre lavarse las manos y no llevárselas a la cara, pero no nos han informado de las verdaderas situaciones de riesgo: espacios cerrados y concurridos durante largos periodos de tiempo, sin mascarilla, y donde se habla, canta o grita.
Es cierto que hay parte de culpa de los políticos, pero no sólo suya. A ellos les gustan las normas que les permiten ponerse la pegatina de "Soy el que más me preocupo". No les interesa si son eficaces o no. Lo que quieren es poder decir que son los más duros contra la pandemia.
Pero también miro a los españolitos de a pie. Nos encantan las normas incoherentes pero fáciles de cumplir. Como si lo importante fuera seguir al pie de la letra las órdenes… y no la expansión de la epidemia. Parece que preferimos que nos digan "Esto sí, esto no", sin preocuparnos de si es útil; a que nos den unas pautas más abiertas, pero también más lógicas.
Mensajes
Entre esos mensajes poco útiles, pero muy señalizadores, destaca ése de "#este virus lo paramos unidos". Que no dice nada y que simplemente parece buscar que nos sintamos mejor con nosotros mismos.
Mientras tanto, lo que deberían explicar a todas horas apenas se escucha:
- Obsesión con el aire libre y los espacios bien ventilados. Todos queremos ver a nuestros familiares y amigos. No vamos a estar dos años sin que los abuelos estén con sus nietos. Es imposible y ni siquiera sería bueno. Pero el mensaje machacón debería ser: SIEMPRE que sea posible, al aire libre y con poca gente.
- Si no puede ser al aire libre, en salas con ventanas abiertas, techos altos, mucha más capacidad de la requerida…
- Reuniones con menos gente. Si quieres ver a tus amigos o familiares, mejor quedas dos veces con cinco amigos que meterlos a los 10 juntos en tu salón. Y la cita la dejamos para un día en que haga bueno y siempre al aire libre o en casa del amigo que tenga el jardín-terraza más grande.
- Reuniones mucho más cortas, sobre todo en el trabajo: mantener las distancias y las reglas es fácil los primeros cinco minutos, pero luego todos tendemos a relajarnos, hablar más alto, acercarnos algo más de lo debido…
- Diferenciar por edades: todo lo anterior es sensato para todos, pero debería ser casi obligatorio cada vez que visitemos o nos reunamos con personas de más de 60-65 años o que trabajen en servicios sanitarios.
- Hay que evitar los espacios cerrados y ayudarse unos a otros: si tienes un familiar que tiene carnet pero no vehículo propio, préstale el tuyo (por ejemplo, si tienes dos coches y uno no lo necesitas a diario) para que no tenga que coger el autobús o el metro cada día para ir al trabajo [ya sé que estoy soñando si pienso que este mensaje va a salir de la boca de algún político español]
- Hay que aislarse ante la más mínima sospecha: tanto por tener síntomas como por haber estado en contacto con un positivo.
- Y, si somos nosotros los que damos positivo, hay avisar inmediatamente a todos nuestros contactos. Los rastreadores que contraten las comunidades autónomas siempre serán una ayuda, pero nada sustituye a la responsabilidad individual.
Incentivos
Por supuesto, no sólo de mensajes vive el hombre. También nos viene bien que nos ayuden, con esos incentivos de los que antes hablábamos, para que sea todo un poco más sencillo. Las opciones son enormes y deberían diseñarse a nivel local, pero siguiendo las grandes reglas apuntadas anteriormente.
- Ponérselo fácil a los colectivos: desde abrir los teatros municipales para que los miembros de las asociaciones del pueblo se reúnan manteniendo una distancia prudencial a ofrecerle al cura el polideportivo para la misa del domingo.
- Incentivos para facilitar la vida a los comercios que quieran reducir la permanencia del cliente en sus locales: por ejemplo, distribuyendo parte de la mercancía en la acera (como ya hacen algunas fruterías o quioscos). No todos pueden hacerlo: para una tienda de ropa será más complicado y hay aceras muy estrechas que no lo permiten. Pero cada ayuntamiento podría darle una pensada a cómo ajustar sus ordenanzas, temporalmente, a la nueva situación.
- Ampliar las terrazas de bares y restaurantes. Y facilitar la instalación de elementos de calefacción en el exterior.
- Como apuntábamos la semana pasada, algunas de estas medidas deberían ser de aplicación inmediata para colegios y universidades. En buena parte de España, hasta noviembre-diciembre, sería perfectamente posible dar buena parte de las clases al aire libre. Y deberíamos estar ya buscando espacios más grandes y semi-abiertos (teatros, salas de conferencias, porches protegidos…) para ofrecérselos a los centros.
- Por qué no la posibilidad de conseguir maestros extras para rebajar la ratio: pienso en padres-madres que no trabajen o estén afectados por un ERTE y puedan dar clase a mini-grupos de 4-6 alumnos (siempre en coordinación con el profesor) durante el primer trimestre. Sobre todo para niños menores de 8-10 años, sería una opción no ideal, pero que podría servir para descongestionar algunos grupos.
Cualquiera de estas propuestas puede caricaturizarse. Siempre habrá alguien que diga que no vas a solucionar la pandemia prestando el salón de actos del pueblo a las peñas. Pero la idea no es esa. La clave es buscar soluciones a nivel local con unas líneas generales que todos conozcamos bien.
El metro y las bicis
Y aquí vuelvo al que será mi monotema durante los próximos meses: el transporte. Si hay un lugar que cumple punto por punto la definición de situación potencialmente peligrosa es el metro (o el autobús): espacio cerrado, mal ventilado, con una enorme densidad de ocupación y en el que estamos al menos 10-15 minutos al lado de decenas de personas. Hemos visto el cuadro con rojo-amarillo-verde… pero deberíamos buscar otro color especial para el transporte público.
Por supuesto, en el metro-autobús no hay duda de que el uso de mascarilla tiene que ser 100% obligatorio. Pero, como apuntábamos hace un par de semanas, hay una serie de medidas sencillas y baratas (y que serían temporales, mientras dure todo esto) que aliviarían este problema: abaratar la estancia en los parkings públicos, eliminar los parquímetros durante unos meses, habilitar zonas de aparcamiento en las cercanías de los colegios a la hora de llegada y salida, abrir nuevos aparcamientos en solares vacíos… En definitiva, fomentar el medio de transporte más seguro: el coche privado.
¿Cómo puede ser que ningún ayuntamiento haya planteado nada al respecto? ¿Este invierno es más apremiante reducir algo la contaminación (que ya es baja en todas nuestras ciudades) que el control de esta pandemia? ¿Estamos tan atrapados en los mensajes políticamente correctos sobre lo malos que son los coches que ni un solo alcalde de España se atreve a hacer siquiera un gesto?
¿En qué mundo vive alguien que, como Isabel Celaá, cuando le piden soluciones para evitar que los padres tengan que ir en autobús al colegio, les dice que vayan en bicicleta? Por supuesto que también sería una gran idea incentivar este medio de transporte. Y hay que hacerlo. Pero es evidente que para millones de padres es inviable. ¿De verdad, cuando les preguntan a los políticos españoles, de TODOS los partidos, qué van a hacer para ayudar a los padres, para que no tengan que viajar en transporte público durante los próximos meses, eso es lo único que se les ocurre?